EXOCOCINA o Cómo recibir a las visitas, por Oliver García Mancebo

El descubrimiento de un nuevo plato
hace más por la felicidad de la humanidad
que el descubrimiento de una nueva estrella.
Estrellas hay ya bastantes. 
JEAN ANTHELME BRILLAT-SAVARIN

 

1.

Buenas maneras a la hora de comer con alienígenas

El 18 de abril de 1961 fue el día más importante en la vida del granjero Joe Simonton. El día de la Tortita Cósmica. La despejada mañana en que interrumpió su apetitoso desayuno al escuchar un sonido «similar al de neumáticos frenando sobre pavimento mojado» para, en consecuencia, asomarse al soportal y encontrar un objeto plateado similar a un plato –o un cuenco, o un mortero– suspendido a ras del suelo de su patio. Salieron del vehículo tres hombrecillos de piel aceitunada y uniformes de diseño avanzado. Le extendió, uno de ellos, una jarra plateada de un material similar al de la nave, haciendo un gesto a Joe para que la llenara. Solícito, el hombre entró en la casa y escuchó, mientras vertía el agua, el crepitar de algo siendo cocinado desde la nave. De vuelta, los extraterrestres le correspondieron con cuatro tortitas, regresaron al platillo, despegaron y desaparecieron rápidamente dibujando una parábola de luz en el cielo. Con avidez gourmanda, Simonton dio buena cuenta de las siderales viandas y resolvió, poco después, que sabían «a cartón quemado.»

Tal episodio –reforzado por el testimonio de un camionero que reportó haber avistado un objeto volador con idéntica descripción, a la misma hora y desde un tramo cercano a la carretera 70 de Eagle River, Wisconsin– pasó a engrosar el imaginario colectivo como el Eagle River Close Encounter al suscitar una gran repercusión mediática a la par de una exhaustiva investigación que fue archivada como «inexplicable». Llegaron a intervenir en el caso los eminentes astrónomos Dr. J. Allen Hynek y Jaques Vaillée, que por aquel entonces trabajaban para las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Los restos del banquete cósmico, eso sí, fueron analizados y revelados como ingredientes de origen terrestre.

Más allá de la veracidad que uno le esté dispuesto a conceder al asunto, lo fundamental en toda la historia es cómo ésta se desarrolla según los más universales criterios de generosidad y cortesía. Las visitas se pueden hacer por diversos motivos, pero todas deben guardar algo en común: el connatural intercambio de comida. En caso de ser uno el visitante, llevar algún presente en forma de comida o bebida (a la sazón de venir de un lugar lejano o exótico, algo típico de la tierra) o, de hallarte en la coyuntura de anfitrionar, ponerte un poco espléndido y ofrecerle al forastero, si no un banquete, cuanto menos algo de picar. Reunirse en torno a una mesa es un rasgo que caracteriza a la mayor parte de las culturas. Por eso resulta sorprendente que en el programa de los cursos de Diplomacia Galáctica que oferta en línea desde su página web el Exopolitics Institute (exopoliticsinstitute.org), no se contemple ninguna lección al respecto. La exopolítica, para quien todavía no lo sepa, es el estudio que aspira a ultimar los detalles de los aspectos políticos, las instituciones y los procesos claves en la interacción entre posibles civilizaciones extraterrestres y la especie humana. El término fue acuñado a principios del año 2000 por el autor, abogado, futurólogo y activista por la paz, el medio ambiente y contra las armas espaciales Alfred Webre, y se difundió como materia interdisplinaria a través del trabajo de un grupo de diplomáticos, periodistas y activistas que abogan por la desclasificación de archivos relativos a contactos con extraterrestres. Pues bien. Desde su site, el instituto ofrece cursos a distancia para toda aquella persona interesada en incorporar la expolítica a su currículum, sea éste de «periodista, diplomático, educador, artista, científico, historiador, investigador, abogado, político, profesional de la salud, del gobierno, la religión o los negocios». Esto es, la práctica totalidad del espectro profesional a excepción de aquellas ocupaciones relacionadas con la hostelería y la restauración. El diplomático intergaláctico en ciernes tendrá oportunidad de profundizar mediante estos planes de estudios en aspectos como la «ciencia» y la «espiritualidad» de las sociedades extraterrestres; cuestiones sin duda importantes en aras de no pecar de cateto ante los visitantes, pero no hayará, en cambio, pista alguna sobre qué canapés, cócteles de bienvenida o brunch de negocios resultan del gusto de estos prohombres del espacio, que sin duda agradecerían el gesto tras un largo viaje.

Recientemente se ha celebrado el Movile World Congress y ha trascendido a los periódicos que Mark Zuckeberg dispone de una serie de asesores locales que, en cada una de sus visitas anuales a la ciudad condal, le posibilitan una lista de los restaurantes dotados de estrella Michelin que tiene que visitar. El fundador de Facebook se deja aconsejar y solo pone como condición que no sean muy formales ni clásicos: en la línea de su estilo de vida. De este modo, si el año pasado disfrutó de las propuestas del cocinero Nandu Jubany junto a Piqué y Shakira en el papel de embajadores, en años anteriores Albert Adrià ha abierto, solo para él, su Tickets. En la presente ocasión, fue Romain Fornell el encargado de recibir a Zuckerberg y su mujer en la mismísima mesa del chef, metidos en la cocina para ver cómo los cocineros preparan los platos. La pareja disfrutó del menú llamado Festi…val (a 130€ el cubierto, más 55 de maridaje de vinos opcional), con platos como lata de caviar y buey de mar con aguacate, sopa de foie gras con colmenillas chalota y parmesano, tartar de buey al cuchillo, ostras, verdura de invierno cocinada y cruda con trufa negra melanosporum, marisco, caneton à la presse, quesos, postre y mignardises. La diplomacia catalana parece tener claro que el pez gordo que mejor conoce la red solo se dejará atrapar por un suculento cebo ¿Por qué, en cambio, tanta bisoñez en una organización política que aspira a estar por encima de la ONU, a ser un emisariado intergaláctico?

Una posible explicación podría encontrase en la enorme complejidad protocolaria que acarrea la infinidad de formas de vida potencialmente gourmets que alberga el Universo. La cosa parece sencilla cuando hablamos de humanoides, morfologías clásicas asociadas a los marcianos, los grises con su familiar panza, e incluso los reptilianos, para cuyas inclinaciones nos puede dar pistas su frecuente asociación popular con el chupacabras; pero imagínense lo extremadamente confusa que puede resultar la distribución y correcto uso de los distintos tenedores, cuchillos, cucharas, herramientas para mariscos, utensilios de postres, copas de vinos y agua, etc., para los xenomórficos, ese amplio grupo de criaturas que comprende a las formas de vida indefinidas, con muchos ojos o brazos, o hasta entidades etéreas similares a una nube, rocas o formaciones rocosas que se mueven inteligentemente, o fluidos gelatinosos con comportamiento orgánico, o incluso para esas estructuras efímeras que se forman sobre el oceano protoplasmático de Solaris. Por no hablar del grossière erreur de ofrecerle un pulpo a la gallega a un visitante cefalopoide (aquella tipología de extraterrestres que se describen con tentáculos y una morfología similar a la de un calamar), hecho que sin duda desataría una orwelliana Guerra de los mundos. Pero todo esto, a mi entender, en ningún caso justifica esta vasta laguna en sus planes de estudios, sino que, por contrario, acentúa la urgencia de reconocimiento de la exococina y las buenas maneras a la hora de sentarse en la mesa con alienígenas, materias que deberían constituir no solo una titulación académica propia en dicho instituto, sino que se tendrían que ampliar con maestrías, doctorados y convenios de «experiencias Erasmus» alrededor de todo el Universo.

De ser verdad que algo o alguien de procedencia alienígena lleva tiempo haciéndose el encontradizo por nuestro firmamento, que se manifieste haciendo señales con un plato gigante no deja lugar a demasiadas dudas de lo que está reclamando a gritos.

2.

Compartir mantel con la otredad, un festín troyano

Al astrofísico y experto en informática Jacques Vallée, una de las eminencias que participó en la investigación del Eagle River Close Encounter, le abala el haber sido uno de los desarrolladores de la primera ingeniería informática que la NASA utilizó para recoger datos de Marte, así como su aportación a la creación de ARPANET, la red precursora de la actual Internet. Por esos y otros logros es, junto a Carl Sagan, uno de los pocos investigadores y teóricos del fenómeno OVNI abiertamente respetado por la comunidad científica. El joven Vallée experimentó un avistamiento precoz en su Pontoise natal y fue, años después, testigo de la destrucción de las pruebas del seguimiento de un objeto desconocido que orbitó la tierra mientras trabajaba en el Centre National d’Études Spatiales (CNES). Esta serie de vivencias le llevó a tratar de validar la «Hipótesis extraterrestre» en sus dos primeros libros sobre el tema, para, después, rebatirla alumbrando la «Hipótesis interdimensional» en su vademécum ufológico Pasaporte a Magonia (1969). En este texto, Vallée especula con la posibilidad de que esos misteriosos objetos que congestionan nuestro cielo encuentren explicación a través de entidades multidimensionales que coexisten con nosotros más allá del espacio-tiempo, y no necesariamente de origen extraterrestre. La mescalínica experiencia relatada por Aldous Huxley en Las Puertas de la Percepción. Uno de los argumentos del teórico francés es que el folclore nos brinda un sinfín de relatos equiparables en otras épocas, y las naves dicoidales y sus tripulantes serían solo la morfología y la explicación contemporánea que antaño se otorgaba a los ángeles, apariciones marianas, teofanías, demonios, carros de fuego, duendes, elfos, gnomos o hadas. Jacques Vallé no fue el único en señalar el parentesco entre estos seres mágicos o sobrenaturales con los que la cultura popular ha conversado. Carl Jung ya se había inclinado en favor de los alienígenas como una nueva presentación de lo numinoso bajo un disfraz hipertecnológico acorde con el inconsciente colectivo de nuestra era, y lo haría también, casi una década después, Robert Anton Wilson en el primer libro de su trilogía El martillo cósmico: El último secreto de los Illuminati.

El joven americano Joshua Cutchin se gana el sustento tocando la tuba en grabaciones de jazz, pero el año pasado se dedicó a publicar los frutos de un trabajo tanto o más alimenticio: el fabuloso libro A Trojan Feast. The food and wine offerings of aliens, fearies, and sasquatch (Ed. Anomalist Books, 2015) un ensayo, dirigido a paladares forteanos, sobre las relaciones de intercambio de comida entre humanos y otros seres, ya sean estos mitológicos, feéricos, folclóricos, fantásticos, divinos o extraterrestres. Cutchin construye puentes que conectan los folclores europeos con las leyendas amerindias, el Hermes psicopompo con los «Encuentros cercanos del tercer tipo», y encuentra en todos ellos un arquetipo común: el «tabú del alimento», la recurrencia en la narrativa de contactos o visitas de entidades con el ser humano en los que se realiza un intercambio de alimentos que puede propiciarle una experiencia numinosa o bien ser objeto de una treta; llevarlo al recuerdo de lo divino o al delirio y a la perdición. Según Cutchin, muchos de estos seres son por naturaleza «tricksters», «el pícaro divino», una figura presente en diversas mitologías y arquetipo del embaucador, tramposo y truhán. Acepta la comida de un hada y nunca escaparás de su reino; cómete la galleta del Sasquatch y quedarás atrapado en el mundo de los espíritus; cae en la golosa trampa inmobiliaria de la bruja de Hansel y Gretel; la intoxicación por vía Golden Delicious perpetrada por la madrastra nigromante de Blancanieves; el visionario «Turn on, tune in, drop out» que emana del lagrimal de Rapunzel. Pero estas historias son en realidad sólo reververaciones de una más antigua: raptada y desflorada por Hades cuando recogía lo propio, Perséfone fue rescatada del Inframundo por Hermes a condición de que no comiera nada durante el trayecto; pero el dios de las profundidades la engañó para que comiera unos granos de granada, sin leer la letra pequeña que le obligaba a volver a las profundidades. Este mito transmuta en el de la fruta prohibida que provoca la expulsión del Paraíso a Adán y Eva, tentada la madre primigénia por Satán en forma de serpiente (símbolo del conocimiento y, enroscada en la copa de Higía, de la farmacología). Coexiste, pues, en estas narraciones un principio de oposición, entre la caída de la gracia y su condena, y un estado de conciencia y conocimiento secreto brindado por el alimento prohibido. Cuando un ser humano se hecha al coleto el maná de las hadas o de los dioses, comete una transgresión, una suerte de modificación transgénica, pero también un salto prometeico. Decía Terence McKenna (también Anthelme Brillat-Savarin dijo algo parecido) que «somos lo que comemos». Los garbanzos y callos son al temperamento mesetario lo que la soma a la casta del brahamán o la ambrosía a los oriundos del monte Olimpo. Una más y acabo el parágrafo: Tántalo, hijo de Zeus y la oceánide Pluto, se ganó el destierro a la parte más aislada del inframundo por ofrecer a los mortales –en un gesto de generosidad similar al de Prometeo– un tiento de ambrosía, la bebida que confiere la inmortalidad al Panteón.

Si, como apuntaban Jung y Vallée, lo que antes eran dioses, demonios, brujas, hadas y duendecillos ahora son grises o reptilianos a causa de una triquiñuela de nuestra psique alucinada por la techné, por fuerza comparten el tabú alimenticio de una forma más sofisticada. Joshua Cutchin ha recopilado historias, similares en parte a la de Joe Simonton, en las que narra el encuentro de personas que han recibido una pastilla o una «leche química» para entrar después en un estado de amnesia, a veces vagamente recordado. En ocasiones, estos comestibles son la antesala de una relación sexual o lo que hace que se olvide esa violación, según numerosos relatos de abducciones. Extraterrestres rijosos en el papel de íncubus y súcubus. Otras curiosidades ufológicas son los varios casos en Brasil en que los alienígenas poseen una sustancia que obliga a las personas a copular entre sí. Alienígenas cruzando la galaxia para deleitarse con escenas de sexo aborígen como quien se iba de excursión organizada a Perpiñán durante el franquismo. La comida y el sexo como agentes de comunicación en el banquete entre la humanidad y su antitética alteridad o en su interfase con el misterio: ambos, instintos que se personifican y representan a la psique en una dimensión cósmica. Exoturismo sexual.

3.

Tortitas de Vulcano

Volvemos a Robert Anton Wilson, a quien podemos localizar en alguna –cualquiera, da igual– medida de esa dimensión fractal que se expande entre Jung, Vallée y Cutchin. El martillo cósmico I: El último secreto de los Illuminati cohabita en harmonía con la Hipótesis interdimensional de Jacques Vallée, la disolución del espacio-tiempo descrita por Aldous Huxley en Las puertas de la percepción y el concepto sobre la naturaleza del tiempo basada en modelos fractales que Terence McKenna bautizara como la «Teoría novedad».

El Agente de la Inteligencia Cósmica, Psiconauta Impenitente, Escritor y Sumo Sacerdote del Humor y de la Exploración de la Mente Más Allá del Espacio y del Dogma, o simplemente RAW para los amigos, adoptó la explicación plausible de duendes, hadas y gnomos como arquetipos del inconsciente colectivo, en un sentido jungiano, a cuya percepción tenemos sólo acceso a través de transmisiones moleculares que tienen lugar cuando ingerimos cierta comida. En concreto, RAW se vale de esta teoría para encontrar sentido a una visión que experimentó en primera persona. Un buen día, mientras el escritor estaba desmalezando el jardín, un movimiento en el campo de maíz adyacente llamó su atención. Miró en esa dirección y se encontró con un hombrecillo de piel verde verrugosa y orejas puntiagudas, bailando. Lo observó durante casi un minuto, en trance, y luego desapareció… Anton Wilson había tomado peyote el día antes, pero, la experiencia, en palabras del autor, «tenía todas las cualidades de la realidad en la vigilia, diferenciándose solamente en la “intensidad”. La entidad en el campo de maíz había sido más hermosa, carismática y “divina” que nada que pudiera imaginar conscientemente al usar mis talentos literarios para intentar retratar a una deidad.» Además, ese no sería su último tropiezo con aquel espécimen. Unos años más tarde, RAW lee Las enseñanzas de Don Juan y cae en la cuenta de que el discípulo Carlos Castaneda describe varias veces al mismo duendecillo verde al que Don Juan, el chamán, llama Mescalito. Era el espíritu del Peyote, pero Wilson lo había visto antes de leer su descripción y, por tanto, no podía tratarse de una proyección inducida.

Otra explicación al suceso que le parece plausible (RAW adopta a veces, nunca acaba de saber uno cuándo, un fino distanciamiento humorístico y parodia, en todo momento, las teorías conspiranoicas) sería que Mescalito y toda su parentela (hadas, gnomos, etc.) son extraterrestres que han estado experimentando con nosotros durante miles de años, sin que eso signifique, necesariamente, que vengan en naves espaciales. Una raza alienígena que nos lleve diez billones de años de ventaja evolutiva bien podría haber desarrollado una tecnología de la comunicación y unas cualidades psiónicas que les permitieran monitorearnos, y haber estado usándonos de conejillos de indias y/o ayudando a nuestra evolución y/o jugando juegos ontológicos con nosotros durante millones de años, proyectando cualquier forma que desearan, desde Mescalito a Dios, cómodamente desde sus casas. «Si un vendedor de Virginia Occidental y un estudiante universitario en Washington, D.C. pueden compartir la misma “alucinación” de la abducción OVNI a un planeta llamado Lanulos donde todo el mundo va desnudo, entonces tal vez hay una emisora interestelar que transmite este tipo de drama educativo. Tal vez.»

En cualquier caso –sigo moviendo los alucinados hilos argumentales de RAW– el hombrecillo de piel verde y afiladas orejas que vieron, entre tantos otros, Anton Wilson y Castaneda, es un personaje recurrente en el folclore de muchas culturas, incluso aquellas que no utilizan el peyote. Es más, a los pocos años de descubrirlo (a principios de los años 60) su descripción empezó a encajar en varios informes sobre contactados por OVNI’s que empezaron a prodigarse en los medios de comunicación estadounidenses, tales como el Eagle River Close Encounter. Poco después, Mescalito empezó a ganarse el corazón de millones de telespectadores al aparecer regularmente en la serie Star Trek, interpretado por Leonard Nimoy, bajo el pijama del Sr. Spock. El hecho de que la serie se haya mantenido durante décadas en antena, gracias a la insistencia de toda una horda de fans, demuestra, afirma el autor de El martillo cósmico, que es un «arquetipo» jungiano que se resiste a ser borrado del inconsciente colectivo.

La forma irlandesa de Mescalito –continúa el escritor, a la postre descendiente de la isla del shamrock– es el leprechaun, destacado por ser juguetón, engañoso, y –curiosamente– por dejar regalos en la forma de alimentos, como el supuesto ufonauta que le dejó las tortitas a Joe Simonton. Puede que alguien piense que hemos extraviado la hoja de ruta en nuestra gastronómica misión espacial, puesto que el peyote no es un alimento per se al no cumplir a rajatabla una función alimenticia. Vuelvo entonces a apuntar en el fractal las palabras de Terence McKenna en El manjar de los dioses: «En las mentes de las gentes preliterarias, las líneas entre las drogas, la comida y las especias suelen ser difusas […] En nuestra percepción del sabor, y nuestra búsqueda de variedad en las sensaciones ligadas al acto de comer, somos muy distintos de nuestros parientes cercanos, los primates. En algún punto de la línea, nuestros nuevos hábitos alimenticios omnívoros y la evolución de nuestro cerebro, con su capacidad para procesar los datos de los sentidos, se unieron en la afortunada noción de que la comida podía ser experiencia. Había nacido la gastronomía, para unirse a la farmacología». Magister dixit. Y es que, retomo a RAW, «No es casualidad que el fumador de maría suela referirse a su estado neuronal cuando está drogado, colocado (high, spaceout), con expresiones que sugieren que está fuera o más allá de nuestro espacio convencional. […] Esto explica por qué tantos fumadores son forofos de Star Trek y expertos en ciencia ficción.» Lo declaró en una entrevista el cosmonauta Oleg Artémiev «El cosmos es una droga. Siempre te entran ganas de volver». El prefijo de origen griego Exo-indica «de fuera». Exofarmacopea. Exopolítica. Exococina. Psiconautas y astronautas de la mano en su viaje interestelar.

4.

Gastronautas ¿qué se cuece en el espacio exterior?

Pese a la poca tinta vertida sobre lo que podríamos denominar «exogastronomía», la afición al buen yantar fuera de las fronteras de nuestro planeta o el conjunto de conocimientos y actividades relacionadas con los ingredientes, recetas y técnicas culinarias destinadas al consumo galáctico, así como su evolución histórica desde las primeras misiones tripuladas, viene siendo un tema fundamental en el desarrollo de la exploración del Universo. Ya sean viajes de trabajo –las misiones se planifican en la actualidad con una duración de años– o de placer –la era del turismo sideral que inaugurara el multimillonario estadounidense Dennis Tito en su visita a la Estación Espacial Internacional en 2001– todo el mundo quiere comer bien en el espacio.

El pistoletazo de salida en la carrera espacial lo dio el cosmonauta Yuri Gagarin con la Vostok 1, pero fue su compatriota Gherman Titov quien tuvo el honor de ser el primer tragaldabas sideral. Sin apenas soltar los mandos de la Vostok 2, en agosto de 1961, Titov mató el gusanillo ingiriendo una vigorizante sopa borscht (plato de raíces eslavas a base de patatas, col y remolacha) contenida en un tubo de aluminio similar al de la pasta de dientes. De forma jocosa, el preparado era conocido como “vodka” entre esos primeros cosmonautas. No fue hasta un año después, tras el tercer lanzamiento del programa Mercury, que el astronauta John Glenn pasó a engrosar la historia al convertirse en el primer estadounidense en dar buena cuenta de un tubo de compota de manzana. Por su parte, Valentina Tereshkova se convirtió en 1963 en la primera mujer en bajarse a la bodega el “vodka” semilíquido a bordo de la Vostok 6.

Los alimentos sólidos hicieron su aparición en la última etapa del primer programa americano. A los astronautas del Mercury se les proveyó de unos pequeños terrones deshidratados, parecidos a cubos de azúcar, que se rehidrataban con la propia saliva de los tripulantes a medida que los masticaban. Estos aperitivos eran procesados químicamente con un alto contenido de proteínas, calorías y grasas, y se recubrían con una película de gelatina que impidiese la posibilidad de que las migas o restos del festín flotaran dentro del entorno de microgravedad, llegando a introducirse en los equipos y dañarlos. La tecnología alimenticia y la funcionalidad se impusieron de tal manera al paladar en esas frugales misiones, hasta el punto que los astronautas volvían enjutos, con la comida casi sin tocar y quejumbrosos ante tan desaborido trato. Ante las reivindicaciones del personal y temerosos de que la inapetencia hiciera perder la carrera por la conquista lunar ante los rusos, el Cordon Bleau de la NASA refinó de tal manera las técnicas de deshidratación y empaque de las comidas que la carta de los vuelos Gemini (1965 y 1966) ya incluía platos como el cóctel de gambas, la carne asada o el pavo en su salsa. Las viandas se empezaron a servir en una especie de bolsas, similares a las de suero de hospital, con una abertura por la que se introducía una pistola de agua que rehidrataba los alimentos para, desde otra boquilla, ir sorbiendo pacientemente los licuados, filetes o daditos impulsados por la presión que el comensal galáctico ejercía sobre el paquete. Se incluyeron, también, bebidas como el mosto o el zumo de naranja y se estableció un menú que constaba de desayuno, comida y cena en rotación cada cuatro días.

El conjunto de misiones Apollo no solo consiguió clavar el jalón yanqui del imperialismo lunar. Neil Armstrong y Edwin Aldrin también fueron los primeros en darse el primer banquete de la historia en un cuerpo celeste distinto a la Tierra. El henchido orgullo estadounidense se manifestó en el bufé del que dispuso la primera misión a la Luna: bacon, cornflakes, café aguado, huevos revueltos, crackers de queso, sándwiches de ternera, pudding de chocolate, butterscotch, ensaladas de atún, mantequilla de cacahuete, spaguetti y hot dog. La bolsa de plástico y la pistola de agua se mantuvieron, pero con el spoon-bowl y el nuevo menú a bordo se acercaron las comidas siderales al ambiente de un dinner Peggy Sue’s acorde con las barras y estrellas.

Pero el paladar tocó el cielo de la boca con la llegada del Skylab (1973-1979), la primera estación espacial estadounidense y el primer local extraterrestre (conocido) en contar con mesa de comedor y cocina dotada de horno eléctrico, congelador y nevera. Los tres comensales podían pasar a manteles y desplegar una carta que brindaba la experiencia gastronómica más agradable realizada por la NASA hasta la fecha, con una variedad de 72 platos, entre los cuales se incluía la langosta y el filete, que rotaban en ciclos de seis días. Una vez asegurados los pies para evitar flotar por el refectorio, los gastronautas despachaban alguna de las opciones disponibles a punta de tenedor, cuchillo y tijeras –imprescindibles en la mesa para poder abrir los plásticos que contenían las viandas al vacío, poniendo así en práctica el Arte cisória en el espacio– adheridos con entrañables tiras de velcro a unos platos-bandeja que calentaban la comida automáticamente.

Y a todo esto, ¿qué estaban haciendo en el Programa –de cocina– espacial soviético? Tras perder la pugna por el alunizaje, las comidas de los cosmonautas mantenían la temperatura de la guerra entre las dos potencias (Ba Dum Tss!). La agencia del bloque comunista había apostado fuerte por el desarrollo de latas de cárnicos, sellados al vacío y el sempiterno tubo dentrífico que mantenía el tipo gracias a una considerable ampliación en la oferta, ofreciendo delicias succionables como queso cottage, café con leche, chucrut, crema de arándanos o cacao. Sin embargo, el 15 de julio de 1975, la cápsula espacial soviética Soyuz-19 y la nave estadounidense Apollo-18 se acoplaron a unos 200 kilómetros de la Tierra, dando lugar a la primera colaboración entre las dos agencias, consumando con éxito el denominado programa Soyuz-Apollo. A través de la pasarela que unía ambos vehículos, astronautas y cosmonautas se dieron un histórico apretón de manoplas en órbita terrestre. Podríamos proclamar así, más de una década antes del inicio de la Perestroika y la caída del muro de Berlín, el principio del fin de la Guerra Fría en el momento en que Alexei Leonov le cambió a Thomas Sttaford su tubo de «cerdo Strogonoff» por un «filete Wellington» autorecalentado en una bandeja. Culminaban, de este modo y en una sobremesa que se alargó durante 44 horas, largos años de vigorosa actividad diplomática por parte de las dos potencias. El primer encuentro exopolítico tuvo lugar, como no podía ser de otra manera, alrededor de un mantel.

La propulsión de la alta cocina a la termosfera en los proyectos posteriores de Estados Unidos y Rusia –el transbordador STS y la estación Mir, respectivamente– supuso un regreso a la austeridad. Los primeros recuperaron el antiguo sistema de alimentos deshidratados, eliminando neveras, hornos y mesas en las naves; con la introducción de marcas comerciales como única recompensa. Los astronautas de la generación X pudieron, por fin, optar a una Coca-Cola en «el Reto Pepsi». Los cosmonautas gozaban de dos calentadores, en uno de los cuales se podían calentar el pan. Pero la larga duración de las misiones impuso el requisito de que los alimentos se conservasen mucho tiempo, dando lugar a que se incluyeran, por primera vez, etiquetas con fecha de caducidad. Las misiones conjuntas de las dos agencias devolvieron la crispación entre las dos potencias: las temperaturas máximas para las que estaban diseñados los alimentos americanos eran incompatibles con los hornos de La Mir. Fueron años de oscurantismo y carestía espacial.

La apertura de la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) en 2004, con una tripulación permanente, aunque por turnos, de siete personas horiundas de cualquiera de las naciones que integran las cinco agencias participantes [la National Aeronautics and Space Administration, la Федеральное космическое агентство России, la宇宙航空研究開発機構 , la Canadian Space Agency y la European Space Agency

(abreviada, como con desdén, «ESA»), a las que se le suma el contrato con la Agência Espacial Brasileira] podía presuponer la expansión por el espacio de la «cocina fusión»: un delirio gentrificador que acercase la ingeniería alimentícia a la experiencia del gastrobar a través de los supinos desvaríos culinarios de un equipo multiétnico de restauradores, capaces de sorprender a base de sashimi de morcilla con mousse de nachos y albóndigas del Ikea. Pero nada más lejos de la realidad. Norteamericanos y rusos continuan, hoy día, monopolizando la lonja sideral. O casi.

Ante la falta de una oferta que satisfaga las epicúrias costumbres de la tripulación natural del sur de Europa, Marisa López y Manuel Casanovas coordinaron el equipo que colaboró con la empresa BDN Ingenieria de Alimentación SL para crear un menú catalán que se sirviese en la Estación Espacial Internacional. A este punto, la imaginación se dispara con elucubraciones jocosas. ¿Se imaginan una calçotada en plena microgravidad? Baberos deshechables con el logotipo del ISS. La impredecible parábola del líquido emanado de un porrón. Viene a la mente la transmutación de la caspa en polvo cósmico de la muy españolada comedia El astronauta (Javier Aguirre, producida por Pedro Masó, 1970) en la que el fontanero e inopinado astronauta Pepe Fernández (Toni Leblanc), se despide antes de subir a la nave Cibeles I con un botijo y «unos huevos con chorizo y un pollo al chilindrón desecados, para el viaje». Si la sola idea de un «español» pisando la Luna ya sonaba a chiste, que lo hiciese con solo un año de diferencia a las dos superpotencias llevaba la comedia a la hilaridad. Pero si, –como sostiene la voz en off en el arranque de El hombre perseguido por un OVNI (Juan Carlos Olaria, 1976), un ejemplo de cine psicotrónico ibérico mucho más redimible– «el hombre vive apegado a la tierra y en raras ocasiones alza su vista a los cielos»; no ocurre así en la cultura y gastronomía catalanas, en las que, como se atestigua popularmente, todo se hace «amb els peus a terra i mirant al cel»: los castellers, la sardana, el porró y la calçotada, íntegramente elevado, enlatecido, empinado o engullido en pleno ejercicio de alzar la cabeza del suelo hacia arriba, como versara Joaquim Verdaguer en El cel,«dessota l’ala d’or de l’estelada» hasta el espacio y más allá. O los Miraestels de Robert Llimós, esas esculturas que, desde mediados de la primera década de este siglo, flotan en el agua del puerto viejo de Barcelona y que representan a un hombre observando al cielo. Estas figuras se convirtieron en premonitorias para Llimós cuando, de tanto mirar arriba, se encontró con una gran nave en Fortaleza, Brasil, en 2009 y desde entonces su carrera artística se ha volcado en la representación obcecada de lo que vio. Pues bien. El presentado como «Menú Barcelona» no incluía la variedad de cebolla, originaria de Valls, sino que constó de:

· Berberechos al natural · Escalivada aliñada con aceite de oliva y olivada · Arroz caldoso con chipirones · Guisantes con cansalada · Canelones trufados · Mar y montaña (pollo con cigalas) · Queso de la Garrotxa con membrillo · Fruta pelada (mandarinas) · Esferas de chocolate decoradas como los planetas

Todo convenientemente ionizado, esterilizado, envasado y sometido a un tratamiento por alta presión de 6.000 bares (las unidades de presión equivalentes a una atmósfera; no confundir con los populares establecimientos de cañas, tapas y boquerones que constituyen la red social más profusa de nuestro país). Tan apetecible carta –en la que participaron los cocineros Carles Abellán y Carles Gaig, así como el chocolatero Enric Rovira y la dietista Asunción Rovira– fue llevada a la ISS en 2006 para deleite de un afortunado grupo de astronautas entre los que se contaba a Pedro Duque (el hombre que le quitó parte de la gracia al chiste que articulaba el filme protagonizado por Toni Leblanc). Y así la dieta mediterránea llegó al espacio. Como entrañable último dato, cabe recuperar la declaración de uno de los responsables del proyecto: «El vino y bebidas alcohólicas están prohibidos. Se pensó en preparar vino sin alcohol… pero era una pena estropear un vino así.» La misión que se lance desde el Houston del Mediterráneo dispuesta a clavar la bandera cuatribarrada sobre la superfcie lunar, sin duda se llamará Dioniso 11.

5.

El roscón de Stanford y el satélite de queso fresco

Robert Anton Wilson promovió –conjuntamente con su gran amigo Timothy Leary– las ideas futuristas de «colonización del espacio» (Space Migration), «transhumanismo» (Intelligence Increase) y «extensión de la vida» (Life Extension), que unieron bajo el alegre acrónimo SMI2LE, como la próxima evolución del ser humano. La Estación Espacial Internacional supone un primer paso hacia la presencia humana permanente fuera de la Tierra. Si un segundo requisito para considerar la ISS como un asentamiento espacial de pleno derecho es su autosuficiencia, podemos afirmar que, cuanto menos en lo referente a cierta soberanía alimentaria, se han hecho ya unos cuantos avances: el cultivo de lechuga romana roja y tomates es una realidad desde que se puso en marcha el proyecto Veg-01. Los tripulantes de la estación llevan más de un año echándose al coleto ensaladas 100% extraterrestres. Además, hace tiempo que se lleva estudiando otro «sistema de soporte de vida» menos veggie friendly: la entomofagia (la cría e ingesta de insectos como alimento). Por otra parte, diversos equipos de investigación de la ESA y la otra, la NASA, aseguran que, para construir una gran colonia habitada que orbite el planeta, hay suficiente cantidad de todos los materiales necesarios en la Luna y en los asteroides cercanos a la Tierra, que la energía solar abunda y que no se requieren nuevos descubrimientos científicos, aunque sí un gran alarde de ingeniería.

Las colonias espaciales son un escenario habitual de la ciencia ficción cuyos diseños suelen basarse en prototipos y modelos de la ciencia a secas. La que aparece en el film sovético de 1957 Road to Stars (Pavel Klushantsev); la Estación Espacial V de la novela y película 2001: Una odisea en el espacio (Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, respectivamente); en los tres libros que forman la trilogía Titán, de John Varley; la serie manga de hard sci-fi Planetes, escrita y dibujada por Makoto Yukimura; o la que se nos muestra en la serie de televisión Battlestar Galactica, de Glen A. Larson, son solo algunos ejemplos de estaciones giratorias en forma de toroide basadas en las propuestas por Herman Potoč nik [el esloveno pionero en astronáutica que en 1928 diseñó una estación espacial en su libro Das Problem der Befahrung de Weltraum (El problema de los vuelos espaciales)] y Wernher von Braum (el ingeniero aeroespacial de las SS que Estados Unidos eximió tras rendirse y declarar que «le importaba muy poco el objetivo de Hitler, lo único que le importaba eran los viajes interplanetarios», con el fin de integrarlo en la NASA). Con estos dos precedentes, se propuso durante un curso de la NASA, impartido en la Universidad de Stanford en 1975, el Toro de Stanford: una estación espacial en forma de rosquilla con capacidad para albergar a 140.000 residentes.

Existe una especie de proverbio anglosajón muy difundido que dice que «la luna está hecha de queso verde». Proviene de un escritor inglés del siglo XVI llamado John Heywood y el apotegma original es «You set circumstances to make me believe / Or think, that the moon is made of green cheese» (Creas las circunstancias para hacerme creer/ O pensar, que la luna está hecha de queso fresco). El dicho contiene un símil naíf, algo que se le cuenta a los niños en la isla lluviosa: el astro –de forma redonda, color amarillento y con cráteres que parecen agujeros– se parece a una bola de queso gruyer. Quizá recordarán un capítulo de la genial serie animada de Aardman, Wallace and Gromit, titulado A Grand Day Out en el que al bueno de Wallace se le antoja construir un cohete espacial porque, afirma «Everybody knows the moon’s made of cheese». Pero el proverbio contiene también una advertencia, ya que la luna a la que se refiere Heywood, en el contexto de su libro, es solo su reflejo en el agua del mar. La luna hecha de queso es siempre un espejismo, una quimera (quizá de ahí que una de las acepciones que adquiere luna coincida con espejo). Por tanto, el dicho refiere a una ilusión y advierte de un engaño a los crédulos. En el imaginario popular español se encuentra un relato parecido que trata sobre un lobo que quería devorar a una zorra pero esta, más taimada, le hace creer que existe un pozo con un queso que le aprovechará más que ella. Al llegar ahí, ya de noche, el lobo se asoma por el pozo y, al ver el asteroide reflejado, lo confunde con el queso prometido al que se lanza de cabeza. «You set circumstances to make me believe».

Llegados a este punto, recapitulemos ciertos axiomas siguiendo la lógica proposicional:

1. En nuestra época, la forma que eligen las entidades que vienen de fuera –o de otros tiempos y dimensiones–, pudiendo manifestarse de muchas otras según Valleé, Cutchin o RAW, es la de un poco sutil plato volador (flying saucer) que se zarandea sobre nuestro espacio aéreo como un tazón en la mano desnutrida de un necesitado ante un comedor social.

2. La luna está hecha de un lácteo cuajado que seduce a las grandes potencias como el cebo de una ratonera.

3. Afirma Robert Anton Wilson que cabe la posibilidad de que una raza alienígena que nos lleve billones de años de ventaja evolutiva pueda haber desarrollado poderes psiónicos y telequinéticos.

4. Nuestra especie ha decidido preparar un gran éxodo hacia ese queso-cebo, un encuentro a la llamada de esos platos que mendigan desde el cielo, y la forma en que planea hacerlo es embutirnos como relleno de un pantagruélico roscón de Reyes.

5. Las pesquisas de Joshua Cutchin le llevan a afirmar que esos seres supranaturales son por naturaleza tricksters (embaucadores, tramposos) cuya aceptación a su ofrecimiento de comida (the moon is made of greene cheese) significa la condena humana.

Siguiendo este argumento, un modus ponendo ponens en toda regla de inferencia, ¿no cabe, acaso, deducir que, como entonaban con pomposidad los Héroes del Silencio en Avalancha, «nosotros somos la comida y alguien está efectivamente hambriento»?

O tal vez, un «tal vez» anton-wilsoniano, tal vez estemos preparando fútilmente una romántica velada para un visitante con quien la comunicación es imposible, porque su inteligencia es totalmente diferente a la humana. Erigiéndonos anfitriones para un comensal del cual nos separa un gigantesco océano protoplasmático, como el de Solaris. Preparando El banquete de Platón para un amante inasible porque transciende la idea misma de Belleza. Tal vez, como pensó el renacentista Marsilio Ficino, si somos el vínculo entre el mundo material y el mundo espiritual, nuestro supremo deber sea ascender hacia la unión con el Demiurgo (personificación arcaica del alienígena), siendo ese el verdadero fin –objeto, consumación y remate– de la existencia humana. Una cadena trófica que nos conduce hacia otros seres incognoscibles, a través de la comida, para mutarnos de alguna forma en ellos. El maná extraterrestre: la comida de los dioses. El tabú del alimento que deviene salto prometeico. O tal vez estemos disponiendo un ágape en una deriva galáctica en búsqueda de su acepción original. El Agápē griego que refería al «amor incondicional» –a diferencia del philos, que alude al fraternal o a la amistad, y al eros, que apunta al apego de naturaleza sexual– en el que el amante tiene en cuenta sólo el bien del ser amado. El Amor Universal, Amor Cósmico por contraposición al amor personal. Los primeros cristianos lo emplearon para referirse al amor por Dios, el amor a la experiencia numinosa. Un amor «autosacrificante» que cada ser humano debe sentir hacia los demás, de la misma manera que –según el cristianismo– Cristo se sacrificó por la humanidad. En los tiempos del paleocristianismo el término ágape empezó a adoptar el significado que conserva en la actualidad: una comida en grupo o banquete con abundancia y calidad de los alimentos. «Si está en la cocina, también entre los pucheros anda el Señor» que dijo Santa Teresa de Jesús tras entrar en éxtasis con una sartén en la mano. En este sentido, ágape también significa «el amor que devora al amante», por ser este capaz de entregar todo sin esperar nada a cambio. Ágape en su sentido categórico denota y connota sacrificarse por otra persona, por el Universo entero. Tal vez, si como sospechaba Anton Wilson, llevan años monitorizándonos, estén al corriente del acuerdo de la UE con Turquía y no nos vean muy capaces de recibir como es debido; aun menos de darlo todo (ágape). Y como dejó escrito Anthelme Brillat-Savarín «El que recibe a sus amigos y no presta ningún cuidado personal a la comida que ha sido preparada, no merece tener amigos.»

 

An image published on August 31 1983 shows Joseph Simonton holding a 'space pancake' in a pamphlet he published to describe his encounter with alien creatures and UFOs - Joseph Simonton photo

An image published on August 31 1983 shows Joseph Simonton holding a ‘space pancake’ in a pamphlet he published to describe his encounter with alien creatures and UFOs – Joseph Simonton photo

El análisis reveló que el desayuno espacial estaba íntegramente compuesto de nutritivo germen de trigo, pero los astrólogos  J. Allen Hynek y Jaques Vailleé – encargados de la investigación en la base de las Fuerzas Aéreas de Dayton– declararon que creían que Joe Simonton (en la foto) estaba diciendo la verdad. Es decir, ellos creyeron en su experiencia. Ambos lo recogieron en su libro conjunto The Edge of Reality. Curiosamente, Elvis Presley interpretó una canción de idéntico título en la película Live a Little, Love a Little (Norman Taurog, 1968), después recogida en su álbum de 1970 Please Don’t Stop Loving Me. The Edge of Reality es una rara avis en la discografía de El Rey del rocanrol, pues música y letra se deslizan en los mismos pantanos de lisergia y psicodelia que el propio Elvis acusó de «anti-estadounidenses», justo ese mismo año, durante la reunión con Richard Nixon en la que señalaba a los Beatles como abanderados de esa tendencia por abusar de las drogas. El gobernante que presidió el alunizaje del Apolo 11 le encomendó que utilizase su influencia para enviar su abstemio mensaje a la juventud. Según cuenta Michael C. Luckman en su libro Alien Rock: The Rock ‘N’ Roll Extraterrestrial Connection (Pocket Books, 2005), Presley estaba obsesionado con los OVNIs desde que su padre le contara que él y el doctor que asistió el parto avistaron el día de su nacimiento (un 8 de enero de 1935) un extraño objeto volador sobre los cielos de Tupelo, Mississipi. En todas las mitologías de la humanidad, el nacimiento de un ser especial está marcado por una aparición análoga en la naturaleza, ya sea la estrella de Belén, el unicornio de Confucio o un sueño profético en el caso de Alejandro Magno. Como bien le corresponde a un mito pop, Elvis fue presagiado por un OVNI. Relata Luckman en sus páginas que Elvis declaró que a los 8 años fue contactado telepáticamente por extraterrestres, y que estos le mostraron un atisbo de su rutilante porvenir: su futurible imagen cantando ante el público con un estrafalario traje. El cantante amasó una colección personal de unos 350 libros sobre ufología, los cuales solía llevar de gira. Larry Geller, su estilista personal y el responsable de elevar su tupé a la estratosfera, confirmó haber tenido avistamientos con Elvis. Llegó un punto en que su manager, el Coronel Parker, consideró esa obsesión como un peligro para su carrera. El Rey murió en 1977 bajo circunstancias no del todo claras, y sus seguidores siguen especulando con que está vivo, o que, tal vez, fue abducido por esos extraterrestres que tanto parecían perseguirle. O que, incluso, él mismo era un extraterrestre.

 

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17yi21otvd77hjpg¿Mescalito le entergó las tortitas a Joe Simonton? Peter Pan, el Dr. Spock, Yanis Varoufakis… idénticas personificaciones de un mismo arquetipo junguiano capaz de perpetuarse en las formas más insólitas de la cultura –y la gastronomía– pop.

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El envío de seres vivos al espacio comenzó de forma bastante alimenticia: en 1947 los americanos enviaron moscas de la fruta en semillas de maíz, a bordo de un cohete chorizado a los alemanes como motín de guerra. Una década y unos cuantos monos después, los científicos soviéticos planearon sacrificar en el espacio a Laika, la cachorrita cosmonauta, con comida canina envenenada –y en forma gelatinosa– al cabo de diez días de su puesta en órbita. El govierno soviético mantuvo esa versión hasta que en 2002 salió a la luz que su muerte, acaecida a las pocas horas del despegue, había sido por sobrecalentamiento. Para el bloque comunista debía de ser difícil admitir que habían inaugurado la era de la nutrición espacial lanzando un «perrito caliente». Yuri Gagarin declaró «Todavía hoy no sé si yo soy el “primer hombre” o el “último perro” en volar al espacio».

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La «teoría de los antiguos astronautas» o «hipótesis del paleocontacto», difundida por autores como Erich von Däniken o J.J. Benítez, sostiene que la existencia de artefactos arqueológicos, que según ellos son anacrónicos o van más allá de las capacidades técnicas de las culturas históricas a las que van asociados –lo que en inglés se conoce con el acrónimo OOPArt (out of place artifact)– se explicaría a través de la visita de ufonautas a la Tierra muchos siglos atrás, siendo ellos los responsables del desarrollo de la tecnología y cultura humana. El botijo que lleva Tony Leblanc en El astronauta puede parecer solo una muestra de la sana capacidad de autoparodia cañí, pero, en 1995, Gabriel Pinto y José Ignacio Zubizarreta, investigadores de la Universidad Politécnica de Madrid, desarrollaron un modelo matemático que describía la termodinámica de un botijo esférico. Contra todo pronóstico, su mecanismo se concretó en dos ecuaciones diferenciales muy complejas:

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¿Es el recipiente que Sorolla elevó al arte internacional un ejemplar de OOPArt que pone de manifiesto el orígen de la idiosincrasia mesetaria –ese «Spain is different!» con el que coqueteó Manuel Fraga– en el paleocontacto?

1973-skylab-foodSe trata de una de las bandejas con las que los tripulantes del Skylab calentaban su comida en 1973, pero bien podrían haber formado parte del ajuar de los Jetson (Los Supersónicos), la família animada que la factoría Hanna-Barbera situaba en 2062. Un diseño retrofuturista que la acerca a corrientes como el «googie», también conocido como «populuxe» o «doowop» (un subgénero arquitectónico –extendido al diseño industrial– que desde finales de la década de los 40 se convirtió en alegoría de una generación excitada ante la perspectiva de un futuro brillante, que se imaginaba a sí misma bajo las formas de lo atemporal y utópicamente tecnológico: ondulantes geometrías, uso masivo del cristal y el neón, cafeterías y boleras con apariencia de nave espacial, la primera fase de construción de Las Vegas, lámparas de lava, etc.) y el «atompunk» (esa corriente, coexistente con la anterior, influenciada por la Era atómica, la espacial y la paranoia presente en Estados Unidos por la intangible amenaza comunista). El Skylab llevó la posmodernidad al espacio al idear su mobiliario como un simulacro de «diseño espacial», reemplazando al destinado a tener un uso real en el espacio: un simulacro de sí mismo. En el viaje de vuelta, la euforia desatada tras la conquista lunar llenó la Tierra de simulacros de comida espacial dirigidos al consumo de masas: el Tang (que se empezó a comercializar bajo el engaño de ser «la bebida del Apollo 11»), las barritas energéticas Space Food Sticks o los Peta-Zetas. Este último ejemplo (los Peta-Zetas) fue retirado del mercado americano en 1975 (dónde se comercializaba como Space Rocks) y rescatado en 1979 por Zeta Espacial; una empresa de Rubí (Barcelona) que desde entonces ostenta la distribución mundial de este dulce. En otro alarde de posmodernidad, Albert y Ferran Adrià se apropiaron del famoso caramelo carbonatado para crear Sparkys, un producto perteneciente a su línea de texturas. La cocina contemporánea se sitúa en el intersticio entre la space opera, el pop y el cyberpunk: estrellas Michelín, gastronomía molecular, cocina tecnoemocional, esferificación y esbeltos cuerpos celestes que nunca llegan a aflojarse el cinturón de asteroides.

 

FILOSOFANDO CON LA SARTÉN por David Casacuberta

Si a Nietzsche le gustaba filosofar con el martillo, os invito a imaginarnos como sería hacer filosofía cocinando. Abrid un libro de estética y echadle un vistazo al índice temático y organizad las entradas por sentidos: la vista se llevará la parte del león, le sigue, a bastante distancia el oído, y tacto, gusto y olfato quedan como meras notas a pie de página, cuando no inexistentes.

¿Porqué la filosofía del arte ha mostrado siempre tan poco interés por la cocina? Encontraríamos más tratados filosóficos sobre el origami que sobre la cocina tecno-emocional.

No es una omisión casual. La filosofía hasta bien entrado el siglo XX estaba obsesionada con las esencias, átomos, cosas irreductibles, independientes, que se entienden aisladas de todo lo demás. El filósofo se interesa así por el alma, por aquello que es estable en el ser humano, por un goce desconectado del cuerpo, y por ello prefiere la pintura o la escultura a la cocina.

La división radical iniciada en los griegos y formalizada por Descartes entre res cogitans i res extensa, entre mente y cuerpo, se ha ido haciendo cada vez más enfermiza, con lo que la mera idea de tener que alimentarse para sobrevivir -y ya no digamos disfrutar- a la filosofía le parecía repugnante. El sueño ciberpunk de un mente desligada de la materia viviendo en un ordenador o los blogs pro-anorexia nerviosa, donde se busca desconectar el cuerpo del hambre que uno siente, son algunos reflejos del dualismo cartesiano en nuestra cultura digital popular.

Cocinar es una forma diferente de relacionarse con la realidad. Si la filosofía y la ciencia buscan la separación de sujeto y objeto, la mirada objetiva, la esencia, la cocina es conocimiento corporizado.

Necesitamos sentir la masa en las manos para reconocer el momento en que está lista. Olemos, y probamos los contenidos de la cazuela, rectificamos de sal o de jalapeños y volvemos a probar… Establecemos conexiones empíricas con los comensales mientras les vemos probar nuestra comida, nos adaptamos al entorno que nos rodea.

Platón, padre de la filosofía y enemigo declarado de la música y de la cocina, distinguía entre conocimiento (teoría) y la opinión (praxis). La cocina formaría parte de la praxis y demostrar el menor interés en ella era indigno de un filósofo. En La República, la clase baja, los que «ganan un salario» son los responsables de alimentar a la población (agricultores, granjeros, cocineros). Platón se interesa por cual sería su estatus educativo, pues les mueven procesos puramente aperitivos (comer, beber, ganar dinero) y no merecen ningún esfuerzo por parte de los gobernantes de la República. Si uno rasca un poco, verá una idea similar en nuestra separación

entre las «Bellas Artes» y «Artes Aplicadas», formando parte la cocina de las segundas, y abducida de las historias del Arte. Hemos de esperar a los futuristas -santos patrones de Ágape- para dar importancia a artes aplicadas como la cerámica, la creación de juguetes o la cocina.

La cocina, como la música, es un arte temporal, del que no quedan trazas reales que se puedan exponer en un museo: trabajar la tierra, ver crecer las plantas, cómo las frutas maduran día a día y acaban pudriéndose, el proceso de cocinar, comer, lavar los platos. La cocina es el único arte que tiene como objetivo final la destrucción total y completa de la obra de arte por parte del espectador. Un plato bonito que no se puede comer no es cocina. Un plato en el que acabamos rebañando los últimos restos de salsa es mejor que uno tan bonito que nos da pena empezarlo a comer. La comida es temporal y concreta. No admite un acercamiento abstracto y atemporal. La filosofía del sujeto abstracto, mente pura que conoce el universo de forma objetiva no tiene sentido en la cocina. La comida no es la posición de un agente autónomo. Desde la cocina, nos entendemos a nosotros mismos en relación a otras personas y seres vivos, animales y vegetales. Con las estaciones, con procesos físicos y químicos que corporeizamos. Consumir comida es algo que hacemos siempre con los demás en la cabeza. Como se dice en el Vimalakirti surta: «Cuando uno se identifica con la comida que toma, uno se identifica con todo el universo. Cuando somos uno con el universo, somos uno con la comida que tomamos.»

Imaginemos una filosofía que fuera como la cocina: experiencial, basada en sensaciones y no en teorías, corporeizada, abierta, aplicada, llena de significados que nos hacen felices; íntima, dirigida a los demás.

Es una filosofía que nos permitiría aceptarnos a nosotros mismos como mente y cuerpo, como seres con pasiones, filias y fobias, y no mentes puras desconectadas de los cuerpos. Es una filosofía que nos permitiría alejarnos del dogmatismo del conocimiento teórico de las ciencias y buscar un conocimiento más corporeizado y experiencial. La filosofía de la sartén nos haría interesarnos por ver los problemas de una forma menos analítica y mucho más contextualizada, buscando las conexiones entre personas, de las personas con los seres vivos, de los seres vivos con las estaciones, etc.

La cocina nos llevaría así a una filosofía encarnada (no el color, ya me entendéis, una filosofía basada en nuestros cuerpos reales). Esa filosofía de la sartén nos daría un saber no dualista, donde no hay separaciones rígidas entre sujeto y objeto -después de todo, ese objeto que estoy apunto de comer en breve se convertirá en parte de mi cuerpo- y un saber temporal, escéptico de cualquier verdad absoluta y atemporal y que está siempre adaptándose al contexto.

Ha llegado el momento de empuñar la sartén, darle la vuelta la tortilla y rellenar la estética de referencias a gusto, tacto y olfato. También la música. Es la hora de más Ágapes. La hora de los párpados gustativos.